Días de pandemia

Se nos han caído las coronas y los anillos. Se nos ha arrebatado la certidumbre, la confianza, a veces arrogante, de nuestro futuro. ¿A qué le tenemos miedo?, ¿a la muerte?, ¿a la vida? o ¿quizá a nosotros mismos? Pero ¿quién es el que pregunta todo esto? el dolor. El mayor inquisidor, el que interroga sin pausa y sin espera, es el dolor que toca la puerta o nos saluda de lejos. Y la pregunta que repite, sin compasión alguna, es: <<¿por qué…?>>. Quizá no es que le tengamos miedo a la muerte o a la muerte de los nuestros. Quizá lo que tememos más es no volver a abrazar a los nuestros. Tememos no volver a tomarnos un café con nuestro mejor amigo o amiga. Tememos no poder ver las arrugas en los ojos de nuestros padres una vez más. Tememos olvidar el tacto. Tememos decir adios…

Y, no obstante, el dolor forma parte de esos días de fiesta y de júbilo. Forma también parte de esos días de noche nupcial. El dolor también forma parte de la cercanía y de la unidad. El dolor es la otra cara de lo que amamos, de lo que entendemos como nuestro. El dolor nos recuerda que somos de carne y hueso, y nos recuerda que anhelamos la eternidad en la que se <<enjugará toda lágrima de nuestros ojos, y ya no habrá muerte, ni habrá más duelo, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas habrán pasado>> (Apocalipsis 21:4). Y, ¿qué hay de los olvidados? A los olvidados no se les llora, porque nadie les ha amado. Solo lloramos a los que amamos, los recordados.

¿Qué hay de Dios? ¿Dios llora? De forma abrupta el evangelio de Juan dice: <<Jesús lloró>>. Pero ¿por quién lloró? por Lázaro. Ya le habían avisado días antes: <<Señor, mira, el que tú amas está enfermo>> (Juan 11:3). Y días después al llegar, y al ver la gente que el hijo de Dios lloraba por Lázaro, algunos decían: <<¿No podía este, que abrió los ojos del ciego, haber evitado también que Lázaro muriera?>> (Juan 11:37). Esto recuerda a lo que narra Miguel de Unamuno, en su libro Del sentimiento trágico de la vida, <<Un pedante que vio a Solón llorar la muerte de un hijo, le dijo: “¿Para qué lloras así, si eso de nada sirve?” Y el sabio le respondió: “Por eso precisamente, porque no sirve”>> (pág 44). Incluso Jesús que más tarde resucitó a su amigo, lloró por él. Y así sigue Unamuno: <<No basta curar la peste, hay que saber llorarla. ¡Sí hay que saber llorar!>> (pág 45). Y ante esto, yo me uno a decir <<no basta curar la pandemia, hay que saber llorarla>> porque llorar la pandemia, llorar a los nuestros, es saber que hemos amado y que el amor es sufrido. Llorar la pandemia es saber que anhelamos la eterna unidad en amor con aquellos que amamos. Pero ¿qué hay de Jesús?, ¿Él llora la pandemia? Sí, porque en realidad todos somos Lázaro.

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